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¡Cuando el amor es saludable, se siente!

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    ¡Cuando el amor es saludable, se siente!

    Estuve más de dos años con un hombre controlador que me maltrataba psicológicamente. Esa es la verdad. Una que, hasta hoy, solo conocían mi madre y algunos de mis amigos más cercanos. Una verdad que cuando se la he contado a cada uno de ellos ha generado la misma reacción: ¿pero cómo te pudo pasar eso a ti? ¿Pero si tú eres tan fuerte e independiente? ¿Pero cómo no nos dimos cuenta?

    Y es una verdad que me avergüenza y me asusta porque yo dejé que eso pasara, porque yo escogí ignorar cada señal de alerta de celos, ira y control que vi desde que comencé a salir con él, porque yo le permití aislarme de quienes me querían y porque yo decidí creer lo poco que valdría sin él a mi lado. La verdad es que tanto me mentí a mí misma que recuerdo perfectamente y a la vez dudo de cada detalle de los dos años (más o menos) que pasé a su lado.

    Recuerdo que cuando hacía las cosas cómo él quería todo era fantástico. En esos momentos era un hombre amoroso y orgulloso de estar conmigo. Esos días pensaba que eran detalles de amor el que me pidiera que le demostrara que había ahorrado dinero ese mes, el que me llevara hasta la puerta del trabajo todos los días, el que me buscara para almorzar todos los días, el que me esperara para volver a casa del trabajo hasta cuando el cierre de edición se alargaba a altas horas de la madrugada, el que me hiciera matricular en su mismo gimnasio para entrenar exactamente a la misma hora, el que me pidiera que no me fuera a los viajes que me asignaban en el trabajo porque le haría mucha falta y se preocupaba por mí.

    Pero entonces, le fallaba. Sin percatarme cometía no errores, sino pecados capitales que merecían una expiación humillante e incluso pública. Una vez, por ejemplo, dejé mi celular en un taxi y como periodista que soy no podía funcionar sin uno. La cosa era urgente: necesitaba llamar a mis fuentes, pactar entrevistas, reportarme con mi editor, pedir la movilidad para volver a la redacción después de una comisión.

    Pero nosotros estábamos ahorrando para construir nuestros sueños juntos, así que muy recursivamente acepté tomar prestado un teléfono viejo y sencillo (ni siquiera se podía jugar Snake con él ni tenía calculadora) que un amigo del trabajo tenía en desuso.

    De regreso del trabajo, decidí contarle orgullosa que había solucionado el problema en el que mi propia distracción nos había metido. “¿Cómo me haces esto? ¿Cómo puede ser que mi mujer me humille públicamente pidiendo ayuda a otro hombre? ¿Es que acaso yo no puedo cuidar a mi mujer? ¡Vete a la mierda, Alejandra!”, me gritó en la puerta de un bus atestado de gente.

    Yo apenas pude guardar silencio (al igual que el resto de la gente), sostenerle la mirada y aguantar las lágrimas hasta que llegamos a la siguiente estación y salí de allí.

    ¿Les confieso algo? No recuerdo qué me dijo para que le perdonara eso. No recuerdo que mentira me dije a mi misma para convencerme de que esa situación era manejable, que yo lo podía ayudar a cambiar. Pero sí recuerdo que me tragué esa mentira junto con toda mi dignidad y amor propio. Y al día siguiente le regresé a mi amigo su celular.

    Nunca me puso una mano encima. Pero hay días que pienso que si lo hubiese hecho habría sido más sencillo ver que eso no era amor sino algo bien podrido…aunque la ignorancia es atrevida. Hubo muchos episodios de llanto por frustración al jamás lograr hacerle entender mi punto de vista; frustración porque por más que me esforzara, siempre hacía algo que lo hería.

    Y Muchas veces me percaté de que yo no era feliz. Sin embargo, para entonces ya estaba tan metido en mi cabeza que esos microsegundos que pensaba en dejarlo solo me llenaban la cabeza de “¡soy la peor persona del mundo! ¿Cómo no puedo apreciar todo lo que hace y se preocupa por mí?”.

    Me encantaría decirles que un día desperté y reuní las fuerzas para irme de ahí. Pero la verdad es que no. La vida no dejó que cumpliéramos nuestros planes tal cual queríamos: él se tuvo que ir a otro país. Yo lo seguiría a los seis meses, ya estábamos comprometidos, yo había decidido pasar toda mi vida con él. Esa era la felicidad que yo creía merecer; y, además, no me iba a dejar el tren (y tantas otras ideas idiotas que nos meten a las mujeres en la cabeza desde niñas).

    La distancia da perspectiva. Tuve suerte. Pensaba que lo iba a extrañar, que esos meses sin él serían dolorosos. Fueron liberadores: me reencontré con mi misma, con mi espacio, con mis pasiones, con mi tiempo, con mi familia, con mis amigos. En ese reencontrarme conmigo misma él me dejó.

    Fui a terapia. Y sigo en ese viaje de aprender a quererme y a querer a otros. De amar sin que el amor implique sacrificio. La gente se molesta cuando digo que lo que me pasó fue mi culpa. Pero es que hasta en este cuento me rehúso a volver a darle el más mínimo control a ese hombre que me llevó a pensar que yo valía nada o casi eso. Y con todo ese dolor comprendí lo que una gran amiga –que pasó por una situación similar- me dijo más de una vez: ¡cuando el amor es saludable, se siente!

    PD: Nos vemos el próximo 13 de agosto en las calles, la violencia de género alimentada por las escenas diarias de micromachismo debe terminar. ¡Tocan a una, nos tocan a todas! #NiUnaMenos

    SOBRE EL AUTOR:
    ¡Cuando el amor es saludable, se siente!

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